La Transmigradora

                                 

                                                        PROLOGO                         
  
“Aquí estoy yo, flotando alrededor de mi cuerpo que tiene un aspecto terriblemente frágil, a punto de experimentar la muerte. Me pregunto si simplemente voy a desaparecer de un momento a otro perdiendo toda consciencia o si es verdad que existen el cielo y el infierno.
Observo mi pelo que descansa enmarañado encima de la almohada y mis brazos sin vida reposando a los lados, tal y como la enfermera que acaba de salir de la habitación los ha dejado colocados.
Mi piel tiene un aspecto ceniciento nada saludable ¿De qué estaré muriéndome?
Intento recordar qué ha pasado pero no soy capaz de hallar una explicación de cómo he llegado al hospital ni por qué estoy tendida sobre la cama, ni siquiera sé que fue lo último que hice.
Ahora que lo pienso creo que soy incorpórea, no estoy muy segura, lo único que percibo es un hilo plateado que me mantiene unida a mi cuerpo, o eso creo, puede que solo me esté imaginando todo esto.”


  





CAPITULO 1


Mi abuela estaba en el pasillo del hospital rodeada de algunos vecinos que le prestaban toda su atención, ella sabía que no duraría, que al final cada uno volvería a sus vidas ignorándola, pero aprovecharía cualquier oportunidad para que le hicieran caso y entendieran lo injusto de su situación y lo mal que la ha tratado siempre la vida.
No es que fuese una mala persona, en realidad es estupenda, solo que tiene el convencimiento de que su única nieta es un ser especial que está por encima del resto de los mortales y me avergüenza tratando de hacérselo ver a los demás en cuanto tiene la más mínima ocasión. Le gusta pensar que estoy en constante peligro y debe protegerme de todos los que intentan hacerme daño, me adora y, a pesar de que es algo obsesiva y controladora conmigo, en el fondo la entiendo, al fin y al cabo soy lo único que le queda aparte de mi abuelo, y al final parecía tener buenas razones para creer que era frágil. Es una persona de extremos y ese es un rasgo que me guste o no, comparto con ella.

El último año había sido una pesadilla, la muerte no me parecía una mala salida después de todo, al menos no era dolorosa y esperaba poder encontrarme con mi madre allá donde estuviese. Todavía me atormentaba por las noches el recuerdo de cuando exhaló su último aliento en la cama del hospital, no podía quitarme de la cabeza la expresión totalmente relajada de su rostro, sentí que no estaba en cuanto la miré, antes de ponerme a zarandearla y gritar, yo ya sabía que no estaba allí.
Tenía la misma expresión que yo en esos momentos, incluso empezaba a notar un ligero parecido entre nosotras dos que hasta ese momento no había percibido.
Los médicos no pudieron hacer nada por salvar su vida, la quimioterapia no había funcionado, ninguno de los dolorosos tratamientos que la dejaban agotada había hecho remitir el cáncer que padecía y, pese a la operación, no hubo nada que hacer, unos meses más tarde, en el primer chequeo rutinario, se dieron cuenta de que se había reproducido. Creo que fue ahí cuando ella empezó a dejar de luchar y un buen día simplemente su corazón dejó de latir.
Y por esa razón me había mudado a casa de mis abuelos en las afueras, fue un cambio enorme para mí, acostumbrada como estaba a ocuparme de mí misma y salir y entrar de mi piso en el centro a mi antojo, las atenciones de mis abuelos me sacaban de quicio. Incluso tuve que pelearme para conservar el móvil, mi abuelo estaba convencido de que no era bueno para la salud.
La noche en que murió los escuché hablar sobre mi madre, el abuelo decía que había muerto como había vivido, demasiado rápido. Noté un cierto reproche en su tono de voz, nunca le había perdonado que se quedase embarazada tan joven.
En el pueblo de mi madre había sido un gran escándalo, por eso se había marchado de casa, para que yo no tuviese que aguantar habladurías y, le cogió tanta manía a los pueblos, que cuando le pedí permiso para pasar un verano en el de una amiga, por primera vez en la vida actuó como una madre normal poniendo un montón de trabas para evitarlo. Al final me dejó ir, por supuesto, estaba deseando tener algo de vida privada, era demasiado joven para estar siempre pendiente de mí.

Las enfermeras entraron arrastrando una camilla con mi nueva y silenciosa compañera de cuarto, tenía un montón de tubos y la habían conectado a una máquina de respiración artificial.
Antes de marcharse corrieron las cortinas que separaban las dos camas para dar intimidad a las familias. Me asomé por curiosidad para saber si ella también flotaba alrededor de su cuerpo y de alguna forma podía percibirlo.
Mientras contemplaba a mi compañera me vinieron retazos de recuerdos a la cabeza de un accidente. Era de suponer que ella también viajase en el mismo autobús cuando embestimos a aquel camión en el cruce, su cara me resultaba conocida.
Estaba extrañamente tranquila en mi situación, era plenamente consciente de que lo más probable es que estuviese a punto de morir y sin embargo no podía sentir miedo ni ninguna clase de emoción
—Familiares de Nadia Lestón y Sara Fernández—llamó el médico desde el marco de la puerta.
Todos se acercaron a él y me desplacé hacia el pasillo siguiéndoles. Contemplé los rostros de preocupación de mis abuelos. Los padres de la otra chica contenían la respiración, estaba claro que aquellas personas nunca habían tenido que lidiar con una tragedia, se notaba que están ansiosos por saberlo todo acerca de su estado y que se agarraban a la idea de poder recuperarla.
Mi abuelo guardaba silencio esperando las malas noticias, él sabía que no debía esperar nada y que era mejor prepararse para lo peor.
—Todavía es pronto, ingresó con tres costillas rotas y un traumatismo severo en el cráneo, por ahora la mantendremos sedada y esperaremos a ver cómo evoluciona en las próximas horas —informó el médico.
—¿Y Nadia? —preguntó mi abuela retorciéndose las manos.
—No hemos encontrado la causa de su estado —ojeó sus papeles mientras le respondía consultando mis resultados y a mi abuela no le gustó su tono desprovisto de empatía—. No presenta traumatismos, tampoco hemos detectado nada anormal en sus análisis, ni ningún signo que revele por qué se encuentra en coma. Seguiremos haciéndole pruebas para tratar de encontrar una explicación.
—¡Pero algo tiene que tener la niña para estar así! —le recriminó mi abuela.
Sabía que ese era el preludio de una agria discusión, mi abuela no iba a dejar que aquel médico se marchara de allí sin darle una explicación, o en su defecto, poder montarle un escándalo por no aclararle nada.
—Lo siento señora, pero en este momento no puedo decirle nada más —respondió el doctor dándose rápidamente la vuelta y alejándose.
—¡Nada, que no nos van a decir nada! —protestó ella en voz alta para que la escuchasen en todo el pasillo.
Me dio la impresión de que a pesar de ser joven, aquel médico tenía un método para saber cuándo debía marcharse, una especie de radar que le indicaba el momento de escurrir el bulto al notar la presencia de familiares con malas pulgas. Se apresuró a meterse en la habitación de al lado dejando a una enfermera franqueando la entrada de la puerta para que nadie lo molestara mientras seguía haciendo su ronda en la planta.

Por la tarde recorrí tras mi cuerpo varias salas del hospital en la que me hicieron todo tipo de pruebas hasta que decidieron devolverme de nuevo a mi habitación.
No estaba contenta, las enfermeras hablaban entre ellas como si yo no estuviese presente, no pasaba nada interesante, empezaba a aburrirme escuchar los pasos sigilosos de los visitantes y el tedioso sonido de los carritos de las auxiliares que se detenían delante de las puertas de los pacientes al llegar el turno de la cena.
Observé al enfermero que cambiaba el suero de mi compañera, no debía tener más de veinte años pero parecía que llevase siglos haciendo lo mismo, su pulso era firme y sus gestos decididos.
Por un momento eché de menos la presencia de mis abuelos, habían ido a tomar un café, si estuviesen allí al menos tendrían una víctima para coserle a preguntas sobre mi estado, despotricando contra el médico que me había atendido, y aquello estaría más animado.
—Vaya, vaya, ¡así que tenemos una nueva! —exclamó mirando de reojo hacia la esquina de la habitación del cuarto donde yo estaba levitando mientras enrollaba el tubo del suero que terminaba de cambiarle a mi compañera—. Me siento afortunado —sonrió.
—¿Qué? ,¿me ves? —pregunté sin poder creérmelo.
—¡Claro que sí! Dime, ¿cómo te encuentras?
—Pues… no sé —titubeé—. ¿Estoy soñando?
—No, estás fuera de tu cuerpo pero no te asustes, en realidad todo tiene su explicación.
—¿A sí?, ¿y cuál es?
—Eres una transmigradora.
—¿Una qué?
—Una transmigradora —repitió—. Eres capaz de salir de tu cuerpo a tu antojo.
—¡Aaaaaah, por supuesto!, ya lo entiendo, esto no es real, debe ser un sueño de mi subconsciente. Sí, estoy en coma imaginando que veo mi propio cuerpo mientras hablo con un enfermero. Siempre he sido un poco retorcida, debería ir a ver a un psicólogo, en cuanto recupere la consciencia y mi cuerpo, claro.
—Solo estás asustada —dijo riéndose—, no…
Mi abuelo entró la habitación en ese momento seguido por mi abuela y se quedó mirando mal a aquel enfermero, que sonreía mientras hablaba con una esquina del techo.
—¿Qué hace? —le preguntó con cara de desconfianza.
—He venido a cambiar los sueros —respondió el enfermero algo apurado mientras se apresuraba a darse la vuelta y recoger su carrito para marcharse.
Me empezó a dar la risa al contemplar aquella escena.
—¿Y no piensa cambiárselo a mi nieta? —Mi abuelo se cruzó de brazos mirándole mal.
El enfermero se dio cuenta de que se le olvidaba cambiar el mío, apenas quedaban unas gotas para que se terminase. Le dio unos golpecitos al bote del suero para que bajaran las últimas gotas y lo retiró cambiándolo por uno nuevo.
—Te han tomado por un loco —me carcajeé.
—Ya —contestó por lo bajo.
—¿Ya qué? —le preguntó mi abuelo mientras mi abuela se apresuraba a subir la manta que cubría mi cuerpo hasta la altura de mi cuello mirando al enfermero como si fuera un pervertido.
—Ya me voy —dijo dándose prisa en marcharse mientras yo me desternillaba de risa.
Por lo menos mi sueño tenía matices cómicos. Fue entonces cuando me di cuenta de que mi calma inicial se había disipado y recuperaba parcialmente mis sentimientos normales, por desgracia el aburrimiento era uno de ellos y estar en la misma habitación durante horas, contemplando cómo dormía mi abuela en el sofá, no era precisamente divertido. Intenté despertarla un par de veces revoloteando a su alrededor y me concentré en tirar objetos con la mente como se suponía que hacían los fantasmas, estaba claro que aquello solo funcionaba en las películas, el único efecto que surgió del intento fue un intenso sentimiento de estar haciendo el ridículo.
A las tres de la mañana una enfermera abrió la puerta de la habitación y le dijo a mi abuela que siguiera durmiendo, que me iban a bajar para hacerme unas pruebas.
Atravesé los pasillos siguiendo a la mujer que empujaba la cama con ruedas que transportaba mi cuerpo hacia un montacargas. Nos detuvimos en el sexto piso, antes de salir asomó la cabeza hacia el exterior reteniendo la puerta con el pie y luego empujó con cautela mi camilla. Las puertas del ascensor se cerraron chirriando a nuestras espaldas y ella se quedó inmóvil mirando hacia los lados de forma nerviosa, agudizando el oído mientras se mordía el labio inferior. “¿Qué le pasa a esta?”, pensé.
Empezó a caminar deprisa arrastrándome hacia uno de los corredores, girando la cabeza en todas direcciones cada poco rato como si alguien la estuviese persiguiendo.
Al fondo del pasillo se detuvo sin dejar de mirar hacia atrás y llamó dando dos golpecitos a una puerta.
—Ya estamos aquí —susurró contenta cuando el enfermero nos abrió la puerta.
—¡Tú otra vez! —me asombré al reconocerle.
—Hola Nadia, espero que no te importe que haya raptado tu cuerpo, aquí podremos hablar más tranquilos y sin interrupciones.
—Siento lo de mis abuelos —me excusé.
—No te preocupes por eso, estoy acostumbrado a que me tomen por loco.
—Yo no creo que esté usted loco, en realidad solo le sigo la corriente porque sé perfectamente que todo esto es un sueño.
—¿Ah, sí?, ¿crees que estás soñando? —preguntó divertido.
—Sé que estoy soñando —contesté convencida.
—Entonces no te importará seguir mis instrucciones y hacer exactamente lo que diga, solo por… seguirme la corriente.
—No, claro… Bueno, a ver…depende —dije empezando a desconfiar.
No tenía la más mínima intención de que aquel sueño se convirtiera en una pesadilla de esas en las que te persiguen con un cuchillo y las piernas te pesan demasiado para correr.
—No tengas miedo, solo tienes que relajarte y concentrarte en tu cuerpo, trata de acercarte a él.
—¿Cómo?
—Suele ayudar pensar en algo que te guste mientras te visualizas en el interior.
—¿Podría ser más concreto? , ¿cómo me visualizo?
—Tienes que recordar algo que hayas hecho hace relativamente poco tiempo, algo que te hiciese sentir bien.
—Eso va a ser difícil, no tengo un buen recuerdo del último año precisamente y estamos en época de exámenes.
—Inténtalo por favor, es importante. No hace falta que sea un recuerdo trascendental, solo que te haya hecho sentir a gusto por un momento, trata de revivir esa sensación.
—Uf, espere que piense…
Me devané los sesos buscando algo que pudiera servir, pero no encontré nada y eso hizo que en vez de ponerme contenta me invadiese la tristeza y flotara alejándome más de mi cuerpo.
Por si mi cambio de vida no hubiera sido suficiente, mi novio se había dedicado a tontear con mi mejor amiga y entre los dos me habían estado dejando como una imbécil ante todo el instituto.
No me había dado cuenta hasta que una compañera me lo confesó en los baños para ganarse mi amistad. Al principio no la creí, pero la chica se había asegurado de que lo pudiese comprobar por mí misma. Insistió en que la acompañara a tomar algo en la cafetería y allí los encontré, besándose delante del resto de mis amigos y compañeros, que cuando me vieron llegar, lucieron sus mejores caras de circunstancias.
Sabía que en realidad estaban disfrutando de la situación, esperando que diese el espectáculo para poder cotillear como locos por el pasillo, así que decidí no decepcionarles.
A mi gran amiga de la infancia le tiré la Coca Cola con todos los hielos y su rodaja de limón por encima de su camiseta blanca preferida, dejándola con aspecto de haber asistido a un concurso de camisetas mojadas, y a él la taza de café en la entrepierna, después arrojé sus libros por el suelo y bailé un poco encima de ellos hasta que les arranqué un par de hojas. Cuando estuve segura de que ya había dado suficientemente la nota, me di la vuelta satisfecha y me marché de nuevo a clase contenta.
¡Total!, ¿qué podía pasar? Sabía que los dos se quedarían de una pieza poniendo cara de culpabilidad y flagelándose por lo que me habían hecho aunque no lo sintieran en absoluto, solo porque era la reacción que los demás esperaban ver reflejadas en sus caras.
—No, no, no—me gritó alarmado el enfermero.
Salió corriendo al pasillo mientras yo atravesaba las estancias del hospital alejándome de mi cuerpo y se quedó con las manos pegadas a los cristales cuando traspasé las paredes del edificio.
En el exterior estaba lloviendo, pero claro, era inmaterial y por lo tanto yo no me mojaba. Me sentí extraña sin poder percibir mi olor favorito, la lluvia sobre el asfalto. Me encantaba abrir la ventana cuando escuchaba caer las primeras gotas y sacar la cabeza dejando que me empapase la melena aunque después me quedasen pelos de loca. Esa sola sensación hacía que mi corazón latiese a toda velocidad sintiéndome viva.
En la calle alguien salió de un coche y se echó la capucha sobre los hombros para no mojarse, miró con curiosidad hacia dónde me encontraba pero apenas tuve tiempo para fijarme en nada más, porque mientras me concentraba en la sensación que me producía la lluvia, al instante y sin saber cómo, volvía a estar en el interior de mi cuerpo.
Me incorporé de un salto en la camilla con la respiración entrecortada por la impresión.
—¡Qué! —exclamé sorprendida mirando hacia la enfermera.
—¡Me has dado un susto de muerte! —me recriminó el enfermero entrando a la carrera en la habitación—, por un momento pensé que te perdíamos.
—¿Estoy viva? ¿Qué es lo que me ha pasado?
—Ya te lo he dicho, eres una transmigradora, puedes salir de tu cuerpo si te lo propones.
—¿Cómo dice?
—Suena raro pero te acostumbrarás.
—¿Quiere decir que esto podría volver a pasarme? —me alarmé.
—Quiero decir que te volverá a pasar con toda seguridad, y es preciso…
—¡Ay dios! —exclamé sin dejarle terminar la frase.
Mis sentimientos habían vuelto por completo y el miedo se había abierto paso con fuerza entre los demás.
—No, no, no, escúchame, puedes controlarlo —trató de calmarme—, en realidad no es tan difícil, solo debes recordar algo que te haga sentir cómoda para volver igual que has hecho ahora. ¿En qué has pensado?
—En… la lluvia, me gusta el olor del asfalto mojado. Todo esto suena muy raro —me retorcí las manos nerviosa y los miré a ambos fijamente esperando su reacción.
—A mí me parece bonito —dijo la enfermera.
El enfermero la miró de reojo como si le faltase un hervor y luego me habló suavemente.
—Ni te imaginas la cantidad de cosas raras que escucho cada vez que uno de vosotros se despierta.
—¿Vosotros?, ¿quiere decir que esto le pasa a mucha gente?
—En realidad es… digamos que es una cuestión genética, pero dejemos eso por ahora, debo advertirte sobre las normas que seguimos y los riesgos de lo que eres.
—¿Riesgos?
—Sí, los transmigradores no solo podemos salir de nuestro cuerpo sino que además somos capaces de entrar en el de los demás y tomar el mando, por así decirlo.
—¿Cómo?, ¿se refiere a una posesión?
—Eeeeeh… algo parecido, ya te irás enterando cuando…
—¿Está de broma? Esto no está pasando, no es real y no le voy a seguir el juego. Es mi sueño y puedo hacer lo que me de la gana. O eso o… —se me empezaron a poner los pelos de punta al pensar en la otra posibilidad—, usted y su cómplice me han dado algo —le acusé señalándole con el dedo—, no sé cómo lo han hecho pero no pienso seguir escuchando sus desvaríos. Iba en el autobús cuando embestimos a un camión y por eso estoy en este hospital, el resto os lo estáis inventando, no sé con qué fin ni me apetece averiguarlo.
Me bajé de la camilla de un salto y fui alejándome de ellos poco a poco notando cómo el pánico se apoderaba cada vez más de mí.
—No te asustes, por favor, es vital para ti que hablemos de ello, no puedes volver a utilizar ese recuerdo sin saber cómo hacerlo, si hay alguien contigo podrías provocar una catástrofe.
—¡Apártese de mí! —grité retrocediendo hacia la puerta.
—Tú no ibas en ese autobús. Trata de recordar —me rogó.
—¡Claro que iba en el autobús!, recuerdo perfectamente el accidente, ¡tarado!
Se miraron el uno al otro con preocupación y luego el enfermero se aproximó a mí lentamente con las manos en alto.
—Esa no eras tú sino tu compañera de cuarto, hasta que ella llegó no eras capaz de sentir nada, ¿me equivoco?  No puedes irte, debes escucharme
Me pidió mientras la enfermera se desplazaba poco a poco hacia la puerta para cortarme el paso por detrás. Me abalancé sobre el picaporte e intentaron sujetarme entre los dos, no sé cómo pero logré zafarme de ellos y corrí por el pasillo hacia los ascensores.
Podía escuchar perfectamente el sonido de sus pisadas mientras me perseguían. No quise darme la vuelta por si me entraba el pánico al descubrir que los tenía demasiado cerca y me tropezaba.
Doblé una esquina y grité de terror al encontrarme de frente a otras dos enfermeras que arrastraban un carrito con medicinas para los pacientes.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó una de ellas con cara de susto por el grito.
—Me persiguen —le expliqué jadeando.
—Pero niña, ¿tú de que habitación eres?
—Oiga, me están persiguiendo dos enfermeros, me han dado drogas y me han encerrado en una habitación al fondo de este pasillo. Avisen a seguridad por favor —les pedí temblando de miedo.
—Espera aquí con ella María, voy a por un doctor —le dijo una de las enfermeras a la otra echándome una mirada de desconfianza que me dio a entender que no me había creído en absoluto.
La verdad es que en aquel momento de pánico que me creyesen o no me daba exactamente igual, lo único que me importaba era no quedarme sola.
—¡Estupendo! —exclamé presa de los nervios—, dos enfermeras, un doctor y una paciente, contra dos lunáticos de la trasmigración.
—Oye Ana, ¿y si es peligrosa? —preguntó la otra enfermera mirándome fijamente.
—¡Ah, mira!, ahí viene Julio. ¡Julio! —llamó—, ven por favor, tenemos a una paciente en los pasillos, parece algo alterada.
Por cómo me miraban los tres empecé a pensar que en aquel hospital le faltaba un tornillo a todo el personal.
—¿Cómo se llama? —me preguntó el tal Julio.
La verdad es que con él cerca estaba un poco mas tranquila, era uno de esos tipos con anatomía de armario empotrado que te daba la seguridad de que no sería fácil deshacerse de él en una pelea.
—Mi nombre es Nadia Lestón, me han ingresado esta mañana, he sufrido un accidente de tráfico cuando iba en un autobús.
Las enfermeras se miraron incrédulas, por primera vez parecían alarmadas de verdad. Julio me pidió que le siguiera. Me llamó la atención que sacara unas llaves para abrir unas verjas en las que no había reparado cuando me llevaron hasta allí en camilla, y que impedían el acceso a los ascensores y la sala de enfermería, lo que hizo que empezara a plantearme nuevamente la teoría de la pesadilla.
Acudimos al mostrador de enfermería de la planta, Julio se sentó en una silla varias tallas por debajo de su volumen corporal y tecleó mi nombre.
—Pero… ¿qué hace esta chica aquí? —exclamó sorprendido cuando consultó el ordenador.
—¿Qué pasa? —pregunté al ver su cara de sorpresa.
—Me temo que ha habido un error, esto es la planta de psiquiatría. ¡Por Dios! —exclamó mirando con preocupación a las enfermeras—, esta chica ha sido ingresada esta mañana en la planta dos. Vamos, voy a bajar contigo a ver qué ha pasado.
“Por eso las miradas de desconfianza”, pensé, me habían tomado por una loca cuando les hablé de las drogas y les conté que alguien me perseguía por el pasillo, aunque a lo mejor era verdad que se me estaba empezando a ir la cabeza, no encontraba una explicación razonable a lo que había pasado.
Julio se acercó a la sala de enfermería del segundo piso y se formó un revuelo tremendo. Una de las enfermeras salió apurada a buscar al doctor de guardia mientras otras dos me sentaban en una silla de ruedas.
Cuando entré en la habitación y mi abuela me vio allí sentada, abrazándome el estómago, temblando todavía de miedo, y observó la cara de circunstancias con la que la miraban las enfermeras, estuve segura de que aquello se iba a complicar para el hospital, y mucho.

—Pero vamos a ver, si me está diciendo que no ha mandado que se le haga ninguna prueba, ¿quién era la enfermera que se la llevó y para qué?
—No grite señora, por favor, esto es un hospital —le advirtió molesto el doctor.
—¡Qué hospital ni que gaitas!, aquí los médicos no me dicen lo que tiene mi nieta y las enfermeras la secuestran por la noche para abandonarla en la planta de los locos.
—Psiquiatría señora —corrigió el médico— y lo más probable es que la enfermera se confundiese de paciente y se la llevara por error para hacerle unas pruebas. Seguro que su nieta se despertó y subió a la sexta planta en un estado de desorientación.
—Yo no estoy desorientada —protesté—, le digo que ese enfermero me dio algo tan fuerte que me hizo pensar que era capaz de salir de mi cuerpo flotando.
—¡Ay dios mío, que me la han drogado! —gritó mi abuela más histérica todavía—. Ahora mismo voy a llamar a la policía y se va a aclarar todo esto —dijo acercándose al teléfono de la habitación con paso decidido.
—No señora, cálmese. Mire, lo primero que vamos a hacer es extraer una muestra de sangre por si hay restos de alguna droga y luego preguntaremos al personal si han visto a la enfermera que se la llevó para que nos explique qué ha pasado realmente.
Aceptó a regañadientes la proposición del doctor y llamó a mi abuelo, que llegó media hora después, justo al mismo tiempo que el resultado de los análisis. No recordaba que me hubiesen dado nunca unos tan rápidamente.
El médico nos explicó que no había ni rastro de droga en mi torrente sanguíneo a excepción de las que él mismo había prescrito. Se aferró a la teoría de la desorientación y fue capaz de mantenerse en ello a pesar de que mi abuela desplegó todo su repertorio para confundirlo, y mi abuelo lo miró de arriba abajo con tanta desaprobación, que el hombre empezó a tartamudear.
Estaba tan convencida de que no encontrarían a la enfermera que cuando la vi entrar en la habitación, abrí la boca y me puse a gritar y a señalarla con el dedo como una tonta.
—¡Es esa, es esa!
—Lo siento muchísimo —se disculpó con mis abuelos—, llevo buscándola una hora desesperada. Ha sido todo un error, se confundieron al darme el número de la habitación de la paciente, no era la doscientas diecisiete, perdónenme, sino la doscientas setenta y siete.
—A mí no me importa que se confundiera de paciente, yo lo que quiero saber es qué hacía mi nieta sola en psiquiatría —le respondió mi abuelo a la defensiva.
—La dejé un minuto en la sala de espera mientras entregaba el informe y cuando volví ella ya no estaba. Me he llevado un susto de muerte, de verdad, no sabía que podía despertarse, pensé que estaba en coma.
Por la cara de mis abuelos me di cuenta de que empezaban a flaquear.
—¿Qué prueba? —pregunté.
—¿Cómo?—respondió la enfermera poniéndose como un tomate.
—¿Qué prueba me iban a hacer? Porque puede que a nadie le importe, pero a saber qué tiene el paciente de la doscientas setenta y siete, podría haber sido un riesgo para mi salud.
—No, no, solo se trataba de una placa de un escáner.
—¡Mentirosa, di la verdad! Tu cómplice me vio flotando fuera del edificio y me persiguió, él me hizo volver diciéndome que me agarrase a un recuerdo agradable —la acusé a gritos presa de los nervios.
Tenía que haberme mordido la lengua, todos me habían mirado como si me faltase un tornillo. Me sentía tan estúpida que me negué a estar más tiempo allí. El doctor apenas insistió en que me quedase para hacerme un seguimiento cuando pedí el alta voluntaria, y mis abuelos me miraban como si fuese a acuchillarlos mientras bajábamos en el ascensor.
En el exterior seguía lloviendo y agradecí al cielo que esta vez sí pudiera mojarme. Extendí las manos hacia el cielo contenta hasta que la voz de mi abuelo me hizo volver a la realidad.
—Nadia, ¿qué estás haciendo?
—Es que en ese hospital hacía bochorno ¿No te parece que se pasan con la calefacción? —mentí al darme cuenta de que mi comportamiento no era normal.
—Ah, pues mañana tenemos que volver —respondió más tranquilo subiéndose al coche.
—¡Ni hablar!, yo ahí no vuelvo, es una casa de locos, además, seguro que solo he sufrido una conmoción por el golpe del accidente.
—¿Qué accidente? —preguntó mientras hacía girar el contacto.
—¿Qué accidente va a ser abuelo?, el del autobús en el que iba esta mañana —resoplé de mal humor por la obviedad.
—¡Ay dios mío Nadia!, tú no estabas en ese autobús, te desmayaste en la parada, no llegaste a cogerlo. ¿No lo recuerdas? —me preguntó alarmada mi abuela.
—¡Pero qué dices!, recuerdo perfectamente el accidente y cómo chocamos contra ese camión.
—Creo que deberíamos volver al hospital, tú no estás bien Nadia —dijo mi abuelo deteniendo el coche.
—¡No, no, no!—exclamé aterrada—, ¿de verdad no estaba allí?, pues entonces debí verlo todo desde la parada y de ahí mi estado de confusión, debió darme un shock por la impresión —dije intentando tranquilizarlos para que no me devolviesen al hospital.
Me horrorizaba la idea de poder encontrarme de nuevo cara a cara con aquellos dos enfermeros tan extraños, fueran o no fruto de mis pesadillas.
—Bueno, pues ahora te acuestas y ya veremos qué tal te encuentras mañana, pero tienes que volver, ¿eh? —me advirtió mi abuelo.
—Yo no pienso volver ahí, a saber dónde me meten esta vez —protesté.
—Pues yo creo que vosotras dos les habéis asustado más —empezó a reírse el abuelo.
La verdad es que pese a mi enfado y el miedo que había pasado, me contagié de su risa, y bien pensado puede que todo fuera cosa mía. Era innegable que lo que había sucedido no era posible, tenía que haber mezclado los sueños con la realidad.
Quizá se tratara de una simple reacción alérgica a algún medicamento. No era la primera vez que tenían que cambiarme el tratamiento para el asma debido a la intolerancia que me provocaba alguno de sus componentes.


En una ocasión había sufrido visiones que me habían hecho delirar a gritos y tuvieron que ingresarme de urgencia, podría haber vuelto a sucederme lo mismo, así que pensé que los médicos no se habían fijado en mi historial y de ahí todo lo sucedido.

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